En el culo del mundo by António Lobo Antunes

autor:António Lobo Antunes [Antunes, António Lobo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1979-01-01T05:00:00+00:00

O

Lisboa, incluso a esta hora, es una ciudad tan desprovista de misterio como una playa de nudistas, donde el revelador del sol exhibe brutalmente nalgas planas y pechos sin conos de sombra que los realce, que el mar parece abandonar en la arena como los guijarros sin aristas de la bajamar. Una noche de archivo notarial, en cuyas sábanas de papel sellado resuena tímidamente un pueblo de terceros oficiales resignados, transforma las casas y los edificios en tristes tumbas de familia, en el interior de las cuales las parejas amargadas olvidan por algunas horas sus querellas minúsculas, para asemejarse a estatuas yacentes con pijama a rayas, que el despertador a la cabecera de la cama empujará en breve hacia vidas cotidianas frenéticas y grises. En el Parque Eduardo VII, los homosexuales surgen de la oscuridad para acercarse a los coches, ofreciendo entre los arbustos los ademanes de medusa de plástico de sus gestos y la vibración de pestañas de sus párpados miopes, que el exceso de rímel subraya con promesas dudosas. Del otro lado de la calle, el Palacio de Justicia, aún no invadido por las sonrisas herrumbrosas de caries de las prostitutas que comparten con los insectos la ducha de claridad pálida de las farolas de los alrededores, llenaba una especie de plataforma de hierba con su inmenso volumen reprobador: allí dentro, frente a un juez desinteresado, ocupado en palparse cautelosamente un forúnculo del cuello, mi matrimonio terminaría sin grandeza ni gloria, después de varios meses desgarradores de reencuentros y separaciones, que me surcaron de angustia las ruinas de un largo invierno de congoja. Nos separamos, ¿sabe?, con una paz hecha de alivio y de remordimiento, y nos despedimos en el ascensor como dos extraños, dándonos un último beso en el que aún pervivía un resto no digerido de desesperación. No sé si a usted le ocurrió lo mismo, si por casualidad conoció la agonía de los fines de semana clandestinos en hostales a orillas del mar, en un desorden de olas color plomizo rompiendo contra el cemento rajado del balcón y las dunas tocando el cielo bajo de nubes idéntico a un techo de estuco descascarillado, si abrazó un cuerpo que al mismo tiempo se ama y no se ama con la prisa ansiosa con la que los monos pequeños se cuelgan de los pelos indiferentes de su madre, si lanzó sin gran convicción promesas precipitadas, más derivadas del pánico de su angustia que de una ternura generosa y verdadera. Durante un año, ¿entiende?, tropecé de casa en casa y de mujer en mujer con un frenesí de niño ciego tanteando tras el brazo que se le escapa, y me desperté muchas veces, solo, en habitaciones de hotel impersonales como gestos de psicoanalista, unido por un teléfono sin números a la amabilidad vagamente desconfiada de la recepción, a la que intrigaba mi equipaje exiguo. Me estropeé los dientes y el estómago en casas de comida, todas parecidas a los restaurantes de las estaciones de trenes, cuyos alimentos saben a coque y a pañuelos húmedos del moqueo ya nostálgico de las despedidas.

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